¿Es realmente problemática la Isla de Calor Urbana? ¿Ese incremento de temperatura es el mismo en cualquier punto de la ciudad? ¿Tienen solución los problemas generados por las Islas de Calor Urbano? ¿Se pueden eliminar las diferencias de temperaturas con el campo y entre barrios? ¿Sirven los limitados datos que aportan las actuales bases de datos climáticas para hacer los cálculos energéticos de los edificios necesarios para proponer una rehabilitación energética, seleccionar el espesor de un aislante o el tamaño de una protección solar? Tratar de responder a estas y otras cuestiones relacionadas es el propósito del siguiente artículo.
El planeta Tierra en el que vivimos disfruta de un conjunto riquísimo de condiciones ambientales que generan una biodiversidad admirable, pero que habitualmente no valoramos de forma adecuada. Esa diversidad ambiental la hemos organizado en lo que llamamos climas y microclimas, consecuencia de la disparidad de factores que nos aporta el planeta.
La altitud, la continentalidad, la orografía y la altitud son fundamentales para entender los climas. Pero también otros factores como la temperatura del mar de proximidad, función de la radiación solar y las corrientes marinas y, por supuesto, la naturaleza del terreno: grandes praderas, bosques, junglas, desiertos, tundras o estepas, que con la presencia de más o menos vegetación regula el efecto de la radiación recibida y, por tanto, de las temperaturas.
Todo esto se combina con la precisa composición de gases atmosféricos, que provocan el controlado efecto invernadero que mantiene suficiente cantidad de energía solar en forma de calor como para mantener una temperatura en la Tierra compatible con la vida animal y vegetal que disfrutamos. ¿El resultado? Que sobre la Tierra haya una gran variedad de climas y una infinidad de microclimas, algunos inhóspitos, otros amigables. Y entonces llegó el hombre y lo alteró. Pero no fueron la presencia del coche o el advenimiento de la era industrial o la producción descontrolada de gases de efecto invernadero los que provocaron la alteración, fue la conversión del hombre de recolector a cultivador con el desarrollo de la agricultura. Es cierto que si
el hombre no hubiera aprendido a cultivar la tierra, no habrían aparecido las civilizaciones tal y como las conocemos, y seguiríamos siendo homínidos primitivos, pero ahí comenzó el daño.
El peaje que hubo que pagar para alcanzar nuestra civilizada posición actual fue la quema de bosques y la destrucción de prados y llanuras para convertirlos en tierras de cultivo. La vegetación viva previa, los árboles y la yerba del campo absorbían la radiación solar sin provocar un incremento de temperatura, como ocurre con las superficies inorgánicas. Las plantas regulan su temperatura y la mantienen estable en el entorno de la temperatura ambiente. Lo consiguen transformando parte de la energía absorbida en biomasa gracias a la fotosíntesis y eliminando otra parte por evapotranspiración. Por ese motivo, los entornos con vegetación son frescos en verano, porque no se sobrecalientan.
Sin embargo, cuando la superficie que recibe la radiación solar es inorgánica, la tierra desnuda, la roca o la arena, la absorción de calor se convierte en un aumento automático de temperatura. Los hombres, al cambiar un bosque o un prado por tierra desnuda, provocamos esa modificación del clima que tiene que ver con el último factor que da lugar a los climas y microclimas, la naturaleza del terreno. Pero fuimos más allá. Al convertirnos en cultivadores dejamos de ser buscadores itinerantes de recursos para convertirnos en sedentarios, para cuidar nuestro ganado y nuestros cultivos. Y para ello necesitamos de nuevo quemar bosques y convertirlos primero en aldeas y luego en pueblos y ciudades.
Poca presencia de superficies vegetales
Las ciudades están mayoritariamente configuradas por materiales inorgánicos, aceras, calzadas y edificios, con muy poca presencia de superficies vegetales, muy lejos del campo o del bosque que fueron primitivamente. De ese modo, toda la radiación solar calienta esas superficies que a su vez calientan el aire que las circunda. Cuando esas superficies quieren eliminar el calor captado, como emiten radiación en el infrarrojo y los gases contaminantes de las ciudades son capaces de absorberlos, no se logra disipar correctamente la energía excedente, quedando en al ámbito urbano casi toda la radiación absorbida. Ese simple motivo ya supondría que las ciudades representaran puntos más calientes que su entorno natural, donde no se da ese efecto.
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