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Borja Izaola (Área Técnica de GBCe): “Dejemos de construir mal y comencemos a reconstruir bien”

Borja Izaola, experto del Área Técnica de GBCe y coordinador del proyecto Life Levels
RehabilitacionFachadas 123rf
La opción es dejar de construir como solemos hacerlo; dejar de especular y dedicarnos a rehabilitar, a reacondicionar, a mantener y a cuidar. Foto://123RF
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¿Qué pasaría si dejásemos de construir tanto como solemos? Vaya por delante que, planteando esta cuestión, no pretendo enterrar al sector. Tampoco estoy delirando ni tengo la más mínima intención de elucubrar. Nada más lejos. Poniendo esta pregunta sobre la mesa lo que busco, con toda la humildad y con el mayor espíritu constructivo posible, es abrir un debate necesario encaminado a definir otra nueva vida para el sector. Soy consciente de que la pregunta puede escocer. Pero urge acordar un diagnóstico y responderla.


“El sector de la edificación es insostenible en términos de emisiones de GEI aunque empecemos a construir desde ya todo a mano con madera, barro y paja”


Lo cierto es que ya hemos dejado de construir como lo hacíamos. Varias veces, de hecho. La última también dolió –y mucho–, pero no enterró a una actividad económica tan importante como es la construcción. No hay nada mejor que medir y analizar los datos para entender las cosas: en el periodo 2002-2011 se terminaron 4.418.604 viviendas libres en España, excluyendo la promoción pública y las cooperativas, según los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). Entre 2012 y 2021 se terminaron 579.121, es decir, el 13% de lo construido en el periodo anterior. Del pico de 597.632 en 2007 se bajó al valle de 35.382 en 2014, es decir, un 6% del pico mencionado.


Algunos ya avisábamos en 2006 de que la burbuja no podía soportar mayor tensión. Lo que entonces desató Lehman Brothers lo puede desatar muy pronto Credit Suisse. Aquella crisis se llevó por delante casi un millón de trabajadores del sector. Muchos volvieron a sus países de origen. Hubo revuelo empresarial. Fusiones. Se diversificó. La construcción y la energía se dieron la mano. Se alinearon las políticas de suelo, edificación y eficiencia. Le siguió un impuesto al sol. Entraron los fondos buitres. Cambiaron los gobiernos y los grandes propietarios. Después llegó el Covid. Y ahora el gas se nos escapa a chorros.


Sin embargo, seguimos construyendo como solíamos hacerlo: paleta, encofrado, vibrador, cascotes, charcos, accidentes, sub-sub-subcontrata, papeleo, más papeleo, seguros, licencias, certificaciones, plazos, deuda, mercado... Construimos para vender, no para habitar. A peso. Incluso hemos tenido que legislar la calidad de la arquitectura. ¿Y si construimos menos pero mejor? O más aún. ¿Reconstruimos bien en la actualidad? ¿Lo hacemos por nuestra salud, por el planeta, por nuestros hijos? ¿Estamos dejando como legado un buen parque edificado? ¿El territorio local y global es habitable?


El sector se ha estabilizado en torno a 80.000 viviendas libres nuevas al año. Las proyecciones oficiales a largo plazo de la ERESEE y el PNIEC estiman unos cuatro millones de viviendas libres nuevas de 2021 a 2050. Para mediados de este siglo XXI, en el que nos habremos descarbonizado si no en bruto, sí en neto, los 30 millones de viviendas previstas en España consumirían 108.264 GWh2 de energía final todo eléctrico, un 25% renovable y un 0% fósil.


Otro par de cuentas

Hagamos otro par de cuentas. Los 25 millones de viviendas de 2020 han consumido 172.419 GWh, el 42% de ellos quemando combustibles fósiles con sus correspondientes emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI). En 2050 esperamos, por tanto, consumir un 38% menos de energía respecto a 2020. ¿Cómo? A través de medidas muy exigentes de eficiencia y reducción de la demanda. Y hago hincapié en lo de “muy exigentes”.


“La opción es dejar de construir como solemos hacerlo. Rebajar drásticamente la cantidad y mejorar radicalmente —es decir, desde la raíz— la calidad”


Es cierto que se están alineando las políticas en torno a la energía que, admitámoslo, mueve el mundo. Podríamos decir incluso que la energía es el mercado. Es la economía. Pero también estaremos en lo cierto si decimos que la energía no lo es todo. Sí, la energía puede calentar una casa, pero no es el hogar. Primero hay que construir ese hogar, después cuidarlo, contenerlo y alimentarlo de manera sostenible. Todo de forma inseparable.


¿Qué medidas debemos adoptar?

En este contexto, en el que la edificación se concibe como un todo, cabe preguntarse qué medidas debemos adoptar para situarnos en la senda de las cero emisiones: ¿multiplicamos por 10 el ritmo de rehabilitación energética con criterios de energía casi nula? ¿Duplicamos las expectativas de fotovoltaica, bomba de calor y termosolar? ¿Generalizamos la ventilación con recuperación de calor? Claramente, estas soluciones nos acercarían a nuestro objetivo, mejorarían lo que hacemos. Pero aunque son mucho, siguen siendo también demasiado de lo mismo. Sobre todo porque son medidas muy fáciles de decir, pero casi imposibles de aplicar. Son casi igual de difíciles que nadar y guardar la ropa. ¿Nadamos o guardamos la ropa? ¿Nos mojamos con el cambio que pide el mundo o seguimos construyendo todo lo que espera un mercado que solo sabe crecer?


Cuando hablo del mundo me refiero al planeta, sí. Inseparablemente unido al suelo, a su paisaje y a su gente. Estoy hablando del territorio. De ese 80% de suelo ibérico en estrés hídrico severo. De ese paisaje sin custodia salvo excepciones. De esa gente concentrada en ciudades sumidero de recursos ajenos. Un territorio desequilibrado desde dentro y presionado desde fuera. Y el reto, titánico, es hacer esto sostenible. Este desafío compete a la edificación, que está inseparablemente unida al hogar, al territorio y al mundo.


Desde esta perspectiva, y con los datos que hemos manejado hasta este momento de construcción de obra nueva, nos encontramos en una situación en la que el sector de la edificación es insostenible en términos de emisiones de GEI aunque empecemos a construir desde ya todo a mano con madera, barro y paja.


La opción es dejar de construir como solemos hacerlo. Rebajar drásticamente la cantidad y mejorar radicalmente –es decir, desde la raíz– la calidad. Dejar de especular y dedicarnos a rehabilitar, a reacondicionar, a mantener y a cuidar. Empezar de una vez a preocuparnos y a ocuparnos por habitar, no por vender. Y cuando hablo de habitar me refiero a hacerlo bien, no de cualquier manera. Esto es concibiendo el hogar, el territorio y el planeta, inseparablemente. Custodiar lo que hay, desde la propiedad privada, desde la comunidad local, desde el bien común y desde la planificación territorial. En definitiva, esto es decidir sostenibilidad.


Planteo un par de cifras para ilustrar este planteamiento: con que en lugar de cuatro millones aceptemos construir un millón de viviendas libres nuevas en los próximos 30 años, hasta 2050, nos acercaremos con mayor credibilidad a los objetivos de descarbonización local, nacional, europea y mundial. Esto equivale a construir, cada año, las 35.000 de 2014.


El reto no es solo descarbonizar

Pero el reto no es solo descarbonizar. Se trata también de la biodiversidad, que es la que nos sostiene. De la conservación del agua dulce. De prever y dosificar los vectores de recursos que están en riesgo de agotamiento. De garantizar la equidad y la inclusión social.

¿Qué supone todo esto para el sector? ¿Cómo se reestructura la cadena para no perder valor? ¿Cómo se explican, incluye y califican estos valores añadidos a la hora de determinar precios y responsabilidades? ¿Cómo se reajusta la toma de decisión, el reparto de beneficios, el cumplimiento de obligaciones? 


Las respuestas son contundentes: supone una transformación radical del modelo para focalizarse, no en la obra nueva, sino en la rehabilitación; no en la cantidad, sino en la calidad; no en la lógica de mercado, sino en la del planeta; no en el crecimiento de beneficios, sino en la reducción de impactos; no en la oligarquía, sino en la distribución y descentralización del poder y el acceso a recursos; no en el mayor precio, sino en la mayor asequibilidad; no desde la privatización y la opacidad, sino desde la comunidad y la transparencia.


El parón abrupto del Covid en 2020 nos mostró que podíamos detenernos. No fue voluntario ni tampoco deseado. Pero, en cierto modo, supuso una oportunidad para pararse y reflexionar. Lo cierto es que no supimos volver a arrancar de otra manera ni en otra dirección. No decidimos qué normalidad es mejor, si la vieja o la nueva. Volvimos a apretar el acelerador y, en el salpicadero, los indicadores ambientales y económicos siguen en la zona roja. Más y peor que antes, incluso.


Suficiencia razonable

Sin embargo, aquel periodo de reflexión forzosa sí sirvió para que la “moratoria global de obra nueva” vaya ganando aceptación. En una Europa en contracción demográfica, con infraestructuras y parques edificados más que funcionales y suficientes, y con un agotamiento de recursos y dependencia exterior creciente, plantearse la suficiencia parece razonable. Habiendo un campo de mejora del parque edificado tan evidente nadie puede pensar que no hay nada que hacer. Hay mucho por hacer. Pero de otro modo.


La crisis energética y de recursos actual nos evidencia los límites del crecimiento, que ya fueron comunicados hace medio siglo, y se están materializando tal y como estaba previsto. En este punto, se me agolpan varias cuestiones: ¿de verdad no somos capaces de preferir hacer mejor las cosas? ¿Quién está legitimado para hacer esta pregunta? ¿Solo la humanidad no nacida aún, la de nuestros bisnietos por venir? ¿Estamos ciegos y sordos ante las evidencias atmosféricas, marinas, terrestres, ecosistémicas y humanitarias? ¿Creemos desde el sector que “esto no va con nosotros”?


Si dejásemos de construir mucho nuevo y mal, además de acercarnos a los objetivos de descarbonización, reduciríamos la presión extractiva en la biosfera, mejoraríamos la calidad del parque de vivienda y la calidad del entorno edificado, urbano y ciudadano. Además, destronaríamos el mito del crecimiento para dar la bienvenida a la habitabilidad, al cuidado del territorio local y global y la eficiencia frugal en el uso de recursos. ¿Qué nos lo impide?

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Este artículo aparece publicado en el nº 580 de CIC, págs. 68 a 70


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