Desde la comida hasta el reciclaje, estamos cambiando hábitos para un mundo más sano. Pero, ¿qué pasa con la luz de las oficinas y espacios de trabajo? La clave está en una iluminación saludable, aún desconocida para muchos. Desde Edison hasta los LED, hemos priorizado la eficiencia sobre la salud. Ahora es el momento de optar por una iluminación integradora que tenga en cuenta nuestro bienestar.
Desde hace unos años, hemos dejado de dar bollicaos a nuestros hijos para merendar. Hemos empezado a reciclar. Y hemos entendido que llevar una alimentación más sana y separar los diferentes envases significa más salud y un planeta mejor.
Ahora le toca a la luz. Aún no estamos concienciados sobre la importancia de la iluminación saludable y la enorme influencia que tiene la luz en nuestra salud psicológica, en la calidad de nuestro sueño, en nuestra felicidad. Eso sí, todos tomamos pastillitas de melatonina sin entender qué es la melatonina y por qué no la estamos segregando de forma natural. Pues es por culpa de la luz.
No, la luz saludable no es la que cambia de color frío a cálido. Eso es iluminación dinámica y es una herramienta a usar para lograr hacer que la luz sea más saludable, pero solo una de muchas, por lo que si la aplicamos sola no sirve para nada.
La iluminación artificial tiene un impacto enorme sobre el organismo humano. Los humanos fuimos diseñados para vivir con la luz del día y lo ideal sería que pudiéramos trabajar todos al lado de una ventana en un día soleado. Como esto no es posible, necesitamos el apoyo de la luz artificial. Pero, si no escogemos con criterio las fuentes de luz, podemos estar perjudicando enormemente nuestra salud, empezando por nuestros ojos (la retina, que es la parte más sensible), siguiendo por la calidad de nuestro sueño y terminando por enfermedades como el cáncer.
El principio del problema es, como siempre, el económico. La luz es cara, y queremos abaratarla. Queremos y debemos consumir menos, es lógico. ¿Pero a costa de qué?
Cuando Edison inventó la bombilla incandescente de filamento de carbono a finales del siglo XIX, la calidad de la luz era bastante buena, pero era terriblemente ineficiente. Con la aparición de la florescencia, mejoramos enormemente los Watts/lúmenes consumidos, pero nos cargamos por completo la calidad de la luz (el espectro de un fluorescente tiene una reproducción de color muy, muy mala y unas propiedades espectrales cero saludables). Y sí, todos hemos crecido en escuelas iluminadas por fluorescentes y todos llevamos gafas, tenemos problemas para dormir, y más enfermedades de las que deberíamos. Suerte que ya no se comercializan fluorescentes y los que quedan, por favor, sustituidlos.
Con la aparición del led, se nos abre un mundo de posibilidades. El led es un diodo que puede llegar a tener el espectro que queramos. A día de hoy, se puede lograr la fabricación de cualquier longitud de onda, CRIs altísimos, valores de TM-30 muy buenos, controlar perfectamente el índice de deslumbramiento de la luminaria, lograr cualquier temperatura de color…
Eso quiere decir que podemos fabricar espectros con características lo más similares a la luz diurna. Podemos lograr una luz lo más saludable posible. Somos capaces.
¿Entonces? ¿Por qué no lo hacemos? Porque fabricar espectros con un componente azul acusado es mucho, mucho más eficiente y bastante más barato. Y ese bastante nos cuesta la salud.
Las longitudes de onda dentro de los azules son las que nos hacen permanecer alerta y, por lo tanto, productivos. Pero también son los que inhiben la fabricación de melatonina en nuestro organismo. La hormona que nos hace conciliar el sueño. Ahí es donde entra en juego la importancia de la segregación hormonal natural. O que debería ser natural, y que no lo es por culpa de una mala iluminación.
Pasar 10 horas al día en espacios con una iluminación homogénea y una composición rica en azules es lo mejor que podemos hacer para fomentar lo que se llama cronodisrupción. Es decir, romperle los esquemas a nuestro cuerpo, no permitirle que funcione acorde a los ritmos biológicos. Y eso hace que no generemos las hormonas necesarias para que el cuerpo funcione bien y permanezca sano (básicamente melatonina y cortisol), lo que nos hace dormir mal y enfermar.
La Comisión Internacional de la Iluminación (CIE), después de mucho debate y muchos malentendidos por parte del gremio proyectista, ha decidido denominar la iluminación saludable como integradora.
La iluminación integradora es la que vela por el bienestar del usuario. Y eso implica y concierne a la composición de la luz, el grado de reproducción cromático, la automatización del cambio de temperatura de color y de intensidad para mimetizar la luz del sol, y otros parámetros como el flickering o el riesgo fotobiológico.
Además, será importantísimo proyectar la luz con estrategias para garantizar el confort visual del usuario. Evitar la fatiga visual y fomentar de verdad la productividad.
Para ello, deberíamos dejar de llenar el techo de nuestras oficinas con paneles de 60x60cm con luz homogénea, 4000K y sin control de intensidad. Pero esto implica contratar a un especialista que nos asesore sobre cómo zonificar el espacio, establecer contrastes controlados y niveles de luz según normativa, pero respetando niveles menos acusados en las áreas circundantes a la superficie de trabajo, por ejemplo. Y claro, dejar algo más de presupuesto para la partida de suministro de iluminación y asumir y entender que vamos a ser eficientes, pero no tan eficientes como para sacrificar la salud del usuario. ¿Estamos preparados para eso?
Este artículo aparece publicado en el nº 594 de CIC, págs. 54 a 56.
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